Vivimos en una sociedad exigente, donde se fomenta la competitividad y el hecho de ser mejor que el resto de personas. Desde la infancia, y sin darnos cuenta, empezamos a compararnos y a competir: en casa con los hermanos-as para atraer la atención de padres y madres; jugando con los amigos-as (a ver quién es más hábil, quién practica mejor un deporte); con los compañeros y compañeras de clase (quién ejerce de líder, saca mejores notas).
Competimos para acceder a una carrera universitaria, a un puesto de trabajo, para conquistar a tu pareja, para destacar con los amigos-as. No nos diferenciamos en buena medida de los animales, los cuales luchan y compiten por diferenciarse en su grupo, por liderarlo.
Nosotros-as, incluso cuando hablamos cada día, competimos: “He comido en el mejor restaurante de mi ciudad”, “tengo el mejor piso de mi zona”, “he conseguido el mejor descuento al comprar el coche”, “mis colegas no me entienden porque no tienen mi nivel ni experiencia”, “voy de vacaciones al mejor hotel por cuatro euros”…
La competitividad, desde el punto de vista positivo, no es mala, puesto que fomenta el crecimiento personal, la superación y el aprendizaje continuo. Nos ayuda a sacar nuestro máximo rendimiento y estar siempre preparados-as para aceptar cualquier desafío. Lo cual está relacionado con el crecimiento o progreso como persona, bien sea para el desarrollo personal o profesional.
Sin embargo, la competitividad empieza a ser negativa cuando queremos lograr nuestros objetivos individuales a cualquier precio, sin importarnos las necesidades ni los derechos de los demás. Nos da igual la forma de conseguirlo, no nos importa destruir relaciones de amistad, familiares, compañeros-as de trabajo, nuestra única preocupación es conseguir como sea nuestro objetivo.
En este escenario, la competitividad ya no nos ofrece un crecimiento personal ni profesional.
Desgraciadamente, esta circunstancia se nos presenta muchas más veces de lo que sería deseable. Porque, como señalaba al principio, vivimos en una sociedad tan exigente que solo damos valor al resultado, olvidándonos del esfuerzo y el tiempo invertido en intentar lograr dicho resultado.
El mundo del deporte es un claro ejemplo de ello, solo vale ganar. Es un tremendo error poner sistemáticamente el foco única y exclusivamente en el resultado sin tener en cuenta otros aspectos.
Hoy día, con la tecnología que hay, miramos infinidad de cosas, tanto colectivas como individuales. En fútbol, por ejemplo, medimos: posesión del balón, disparos a puerta, minutos jugados, pases acertados, no acertados, balones aéreos, balones robados, faltas cometidas, recibidas, goles… Pero, ¿alguien mide el ánimo, actitud, motivación, nivel de superación, trabajo en equipo (compañerismo, generosidad…)? ¿Esto no cuenta?
Lo curioso es que esta circunstancia no se da solamente en el deporte de alta competición, sino que, en el deporte formativo, cada vez son más los clubes y entrenadores-as que apuestan por el resultado. Quizás no tanto en el discurso, como sí en la práctica, en la competición.
Yo personalmente apuesto por trabajar lo que depende del equipo, de los-as deportistas. Y esto no es el resultado, sino el proceso. Abogo por centrar los esfuerzos en el proceso, en cómo trabajar, jugar y competir. Porque si el proceso lo tengo planificado y consigo desarrollarlo, que no siempre es fácil, estaré más cerca de conseguir los resultados. Y, por supuesto, competir.
Para los-as más jóvenes (deporte formativo) la competición es una importante experiencia. Porque puede tener influencia en sus valores, creencias, actitudes, expectativas, emociones, comportamientos… Es decir, interviene en su formación y progreso como persona.
Y cuando hablamos de deporte de alta competición, competir también es importante. Siempre y cuando trabajemos la cooperación entre compañeros-as y la interacción con los adversarios. Con todo lo que ambas características, cooperación e interacción, conllevan.
Valoremos el resultado, pero sobre todo aprendamos a mejorar. Una buena manera de gestionar la competitividad es competir con nosotros-as mismos-as, sin compararnos con el resto, trabajando por intentar ofrecer nuestra mejor versión, sin castigar a nadie (compañeros-as, rivales…) en el proceso y aceptándonos como somos.