El arte es exigente. La creación no es fácil para nadie, requiere de mucho tiempo -un tiempo particular que no admite interrupciones cotidianas- y de una fuerte autodisciplina para no desertar en su investigación y práctica. Actualmente, solo los artistas muy reconocidos pueden vivir de su trabajo; otros, la mayoría, combinan el taller con actividades que les reportan los medios económicos necesarios para vivir. De esta manera, los más afortunados pueden dedicarse a la enseñanza, pero son muchísimos los creadores que trabajan en la hostelería, el comercio y la industria; mientras no desfallecen de intentar, con enorme esfuerzo, hacerse un espacio en el ámbito artístico.
Por otro lado, hay también casos de personas que nunca se han planteado una carrera creativa porque desde un principio tienen claro que su modus vivendi será otro, pero, aun así, no renuncian al arte. Así, existen los denominados pintores naif, que son aquellos que se enfrentan a la tela sin formación alguna, ignorando -de modo consciente o no- todos los principios técnicos de la tradición occidental. Esta práctica nos ha dejado obras magníficas que ya forman parte de nuestra Historia del Arte como, por ejemplo, las de Séraphine Louis o las de Niko Pirosmani. Sin embargo ¿qué ocurre con aquellos pintores que, aún no planteándose una carrera profesional, adquieren formación y continúan la práctica artística de manera constante y puntillosa? A veces sucede lo que ocurre en el caso que nos ocupa, ya que la pintura de Valentín Urriza ha ido creciendo y desarrollándose, ganando lugar y ocupando un sitio de su vida y de su trabajo, que ya no puede ser interferido por nada más.
Urriza comenzó su formación en 1972, en el estudio de Jesús Ibáñez -Zaragata-. A partir de 1978 continuó en los talleres de Javier Esquiroz y Vicente Aguilar (todos artistas radicados en Tafalla). Desde 2011, y hasta la actualidad, asiste a “Zona Pincel” de Pamplona, donde María Agustino supervisa y aconseja su procedimiento creativo. Durante todo este tiempo, Urriza ha ido asumiendo una técnica pictórica sólida, tanto desde el punto de vista compositivo como del dibujo, luz y color, que demuestra a través del uso frecuente del óleo y la acuarela, aunque también trabaja el pastel y las ceras en barra.
Después de experimentar con diferentes estéticas, como vemos en las piezas Mujer y máscara, Arlequín y músico o Amanecer, el interés de Urriza se ha centrado en el hiperrealismo, utilizando la fotografía como una herramienta del proceso de creación. En este sentido, la iconografía que prevalece es el paisaje, donde Urriza escoge rincones vividos en sus diversos viajes, desde vistas de Guanajuato o Real del Monte hasta Dublín. También hay numerosas referencias a su tierra navarra con paisajes de Tafalla, Orisoain, Leire, Olite, Artaxona, etc. realizados en acuarelas de pequeño formato. Hay que destacar la belleza del óleo Haya en la selva de Irati donde la conjunción de colores cálidos y el tratamiento lumínico consiguen una obra de gran poesía que se aleja del lenguaje más realista.
Por otra parte, es necesario citar el gran dominio técnico que Urriza demuestra en las piezas donde se centra en un pequeño aspecto de la realidad, aumentando su importancia al otorgarle todo el plano pictórico y obligándonos a observar los pequeños detalles que lo componen. Aquí el pintor se hace mucho más minucioso, elaborando obras de gran perfeccionismo -destacando su habilidad en la ejecución de las diversas texturas-, que asombran por su superrealismo pictórico, donde todo rastro de pigmentos y pinceles ha sido eliminado. Así, un simple racimo de uvas, una ventana del casco viejo, unas copas de vino, unos zapatos o unas mariposas monarca, se tornan elementos de intensa potencia visual con los que Urriza provoca la reflexión sobre la belleza de las cosas pequeñas, de los pequeños momentos, capturando instantes que nos trasmiten ese lirismo que solo la pintura puede contener y que solo son capaces de desvelar quienes, como Urriza, saben escucharla.
Elina Norandi
Historiadora y crítica de Arte